Durante
el siguiente día recorrí la ciudad, guardado siempre por hombres de Abdul
Hamman que ejercían de captores y protectores por igual, caminando a mi lado en
silencio. Tan amenazadores que nadie osó en esos días acercarse hasta mi o, tal
vez, nadie me asociase al ataque que sufrió la ciudad casi diez años atrás.
Fuere lo que fuere, la tregua ofrecida por la protección de Hamman me permitió
recorrer el mercado y entablar conversación con los mercaderes. Seguro de que
mi presencia no perturbaba a los portugueses comprendí que la mejor opción para
completar la misión que me encomendase mi señora la reina era don Joao Afonso,
alcaide de la ciudad. Pero para ello necesitaba acceder al interior de la
fortaleza circular pero bien sabía Dios que eso sería imposible para un simple
capitán castellano como yo. Quizá Hamman pudiese abrirme esas puertas, pero no
estaba en mi ánimo el confiar en el moro aquella necesidad. Aunque, tal vez, si lograba hablar a solas con
Diego este pudiera convertir lo imposible en milagro.
Y el
milagro se produjo la tarde del segundo día, cuando Diego accedió a mis
habitaciones para visitar a un viejo conocido que podría cruzar nuestra
expedición hacia tierra de negros; atravesando la bahía que nos separaba de
tierra para dar encuentro a los caravaneros que nos llevarían hasta Gao.
Salimos del palacio de Hamman con el sol en alto y el cuerpo perlado de sudor
por el calor sofocante de un día en el que las calles parecían arder con fuego
propio.
—Nadie
desea llevaros hasta la costa— fueron las palabras de Diego cuando, por fin,
nos encontramos solos, ocultos del sol bajo el toldo de acceso a la casa del
mercader.
—Necesito
hablar con Joao Afonso, Diego. Necesito cruzar y marchar a Gao.
—Ese
cofre que portáis, Fernán, es vuestra perdición. Muchos ojos se han posado en
él —me confió— y solo Abdul los separa de ti. Debéis cuidar vuestra espalda si
deseáis cumplir esa misión que os ha traído tan al sur.
—Debo
continuar con ella, y no habrá nada que me detenga…
—Fernán
¿cuánto ha que nos conocemos? Confiad en mi y decidme que es eso que se esconde
en el baúl —había puesto sus brazos sombre mis hombros y me miraba fijamente a
los ojos. Entonces comprendí que estaba solo en aquella isla y que ahora, más
que nunca, debería lograr acercarme al alcalde—. Decídmelo y os llevaré hasta
don Joao.
—Sea
al revés, Diego: llevadme ante don Joao y os revelaré mucho más de lo que
deseáis: el verdadero motivo de mi viaje a Gao. Os aseguro, viejo amigo —escupí
aquellas palabras que habían dejado de tener sentido en mi vida— que será
negociado más lucrativo para vos que el simple contenido de un viejo arcón
cargado de ropajes.
Conocía
a Diego y sabía que, como antiguo pirata, si lograba despertar su curiosidad
lograría de él lo que deseaba. Y lo único que anhelaba en ese momento era
adentrarme en la fortaleza y llegar hasta el señor de la isla.
—Sea—
dijo Diego finalmente—, pero sabed que Joao Afonso lleva pocas lunas al frente
de esta isla y que la sombra del de Evora —dijo refiriéndose al antiguo alcalde
que gobernase férreamente la zona durante una decena de años— es alargada. Si
él estuviera aun al mando ni la protección de Hamman os hubiera salvado de
morir a manos de aquellos que recuerdan vuestra última visita cada vez que ven
las marcas que el fuego dejó sobre sus vidas —me sorprendió aquella revelación
que convertía a Abdul en mi protector frente a las amenazas que me lanzaba
aquel en el que había confiado—. Esta noche visitaremos al alcalde— concluyo
Diego.
Quedé
abatido ante lo que acaba de descubrir, pero intenté negarme que Diego pudiese
traicionarme. El era mi esperanza de volver a Cádiz y a él había confiado La Gitana y mi tripulación. Debía lograr
atraerlo hasta mi y aquella noche sería mi última oportunidad de recuperar su
lealtad, librarme de la protección que ejercía Abdul Hamman y que coartaba mi
libertad y dirigirme a la costa para adentrarme por las rutas caravaneras hasta
Gao y su rey de ámbar.
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