Roman caminó entre la niebla que ya cubría la ciudad, con andares
rápidos y deseando no ser seguido por nadie, pues sería incapaz de descubrirlo
a aquellas horas de la tarde, cuando un reguero de hombres sin oficio se
encaminaban a los muelles en busca de un trabajo con el que sacarse unos
chelines o una comida caliente. Se unió a la marea humana, dejando que le
arrastrase hasta la zona más pobre de Londres, buscando con la mirada el
pequeño y oscuro callejón que tenía que tomar para llegar a su destino.
Aún se preguntaba como aquel encargo había llegado hasta él. Sabía
que la joven embarazada del parque no tenía recursos para pagar sus honorarios
y la llegada del mensajero con los pasos a seguir lo habían confirmado. Ahora,
por fin, sabría quién estaba detrás de tan extraño encargo. Se adentró en el
callejón, empujó a un borracho que meaba contra la pared, y caminó despacio
hasta la pequeña portezuela que se hundía en los bajos del edificio. Descendió
por la mugrienta y oscura escalera, arrastrando sus dedos por la pared,
cubierta de un raído papel con adornos orientales. El olor, nauseabundo, se
coló por todos los poros de su cuerpo cuando entró en la gran sala del
fumadero. Observó a los clientes, sentados o tumbados, pero aferrados a sus
pipas de opio. Nunca había entendido a aquellos señores que se gastaban su
fortuna en la droga oriental y tampoco allí pudo ocultar su desacuerdo con lo
que veía. Pero guardó silencio y siguió al joven, de origen chino, que le
indicaba el camino hasta su destino. Y un grito de asombró se ahogó en su
garganta.
La mujer que le esperaba era hermosa, con una belleza que jamás
había visto antes. La melena, oscura y ondulada, le llegaba hasta la cintura y
los ojos verdes resaltaban en su tez blanquecina. El cuerpo quedaba oculto bajo
un traje rojo intenso, que aun así insinuaba las curvas perfectas de la dama.
Pero si algo destacaba era su mirada fiera y segura que obligó a Roman a
apartar la suya propia. Nunca hasta ahora se había sentido inseguro, menos ante
una mujer, pero aquella le imponía respeto sin tan siquiera hablar. Y, cuando
por fin lo hizo, comprendió que ningún sentimiento superaría al miedo de no
cumplir sus deseo.
-Has llevado lo que te pedí –dijo sin cortesía alguna-. Y el señor
está nervioso por el regalo recibido.
-Ha hablado con una de las criadas –respondió Roman, omitiendo que
había acompañado a la chica a su casa y su cama para sonsacarle la información-,
está absolutamente aterrorizado. Desde la pasada semana no ha salido de su
residencia y está encerrado en la biblioteca. Sé que ha quemado el crisantemo
y, supongo, también la serpiente.
-Está preparando su estrategia. Cree que dentro de la casa es
invencible y que ningún mal podrá ocurrirle. Debes demostrarle que no es así,
como el tigre que acecha, también tu has de estar atento a sus pasos pero no
eres un tigre, eres un hombre: oblígale a salir. Oblígale a conocer el miedo.
Roman asintió mientras recogía la pequeña caja que le entregó la
mujer. La sujetó con fuerza cuando, lo que hubiera dentro, se movió furioso haciéndola
temblar entre sus dedos. Tenía muchas preguntas que hacer, pero no se atrevió.
Salió del local sin haber descubierto, tan siquiera, el nombre de su
interlocutora. Y eso le ponía casi tan nervioso como el nuevo encargo recibido.
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