-Buenos días- dije titubeante-.
Nos hemos perdido, tenemos hambre –mentí- ¿Dónde van ustedes? Por allí –miré al
sur- solo está la guerra.
-Y allí –dijo una de las dos
mujeres ofreciéndome un mendrugo de pan- no queda nada. ¿Quién cultivará los
campos? ¿Quién sembrará cuando llegue la fecha de la cosecha? No somos capaces
ni de coger las pocas gallinas que nos dejaron los soldados de Naharian…
-¡Yo podría!- grité con
entusiasmo –Al menos tendríamos para comer los seis…
-¿Seis? –preguntó y, por primera
vez se fijó en Lucy-. ¿Y vuestros padres?
Miré al suelo, incapaz de
responder a una pregunta que escocía como la peor de las heridas. Miré al
norte, donde aún se veía la humeante columna que se levantaba desde la granja.
Las lágrimas se me escaparon y comencé a balbucear perdiendo todo el entusiasmo
que había mostrado. Como si las risas de Lucy me hubieran hecho olvidar una
realidad que el humo venía a recordarme. Lucy se acercó hasta mí, y me tomó de
la mano, apretándola antes de hablar.
-La guerra se los ha llevado –si
la inocencia fuese visible, en ese momento la habría visto caminar hacia el
norte-. Ahora estamos solos. Pero yo puedo coger gallinas si quieren. Y sé cómo
recoger huevos, Madre me enseñó.
-Yo podría –cerré los ojos,
recordando las palabras de Padre y recuperando, lentamente, el aplomo- cultivar
un pequeño huerto. Quizá cazar algunos animales…
-¡Vamos al norte! –el hombre que
llevaba las riendas escupió con cada palabra, y vi su boca desdentada- Y no
llevaré a dos mocosos como vosotros. Solo traeréis problemas.
-Nosotros vamos al sur –respondí
aun agarrado a Lucy e, instintivamente, toqué la pistola, metida en la bolsa de
nuevo. Y el gesto llamó la atención del viejo.
-¿Qué llevas ahí? vamos niño,
¡Dámelo!
La codicia se reflejaba en su
rostro. Di un paso atrás, arrastrando a mi hermana. Si echábamos a correr no
podrían cogernos. Pero debíamos recoger lo que teníamos bajo el sauce. El
hombre saltó al suelo, y el terror se reflejó en el rostro de la vieja que me
había dado el mendrugo. No la oí, pero sus labios susurraron “corre”. Me di la
vuelta, sin soltar a Lucy, y me lancé bajo las ramas del sauce llorón. Creí que
mi hermana podría ir más rápido, pero sus cortas piernas eran incapaces de
seguir mi ritmo. Miré entre las ramas y vi que el hombre se acercaba con una
hoz, mientras la segunda vieja palmoteaba y, el otro hombre, trataba de
convencerlo de que se detuviese. Pero el de la hoz negaba con la cabeza hasta que
le empujó y lo tiró al suelo, amenazándole. Supe que aquel matrimonio no nos
haría mal. No si acababa con el líder del grupo. Mientras los hombres peleaban,
miré al cielo buscando la ayuda de Dios. Cogí a Lucy por la pechera del vestido
para atraerla hasta mí. Entonces, poniéndole un solo dedo en los labios le
indique que debía callar y trepar por el árbol. Me apoyé sobre el tronco, saqué
la pistola, y esperé hasta que las ramas se abrieron, cortadas por la afilada
hoz del viejo.
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