St
Paul apareció entre la bruma, con sus torres blanquecinas tratando de desgarrar
la densa blancura que cubría la ciudad aquella mañana de septiembre. Roman se atusó el traje y golpeo el bombín
con dos dedos, como solía hacer cada vez que estaba nervioso. Se había detenido
en el centro de la plaza tratando de descubrir el final del campanario. Cuando
lo vio llegar, con su uniforme de infantería, le siguió con la mirada hasta que
entró en el templo y, entonces, se dirigió al interior.
Apretó
el paquete en el que guardaba los crisantemos que había comprado aquella misma
mañana. Se adentró en la catedral y la magnificencia de la iglesia le hizo
sentir pequeño. Siempre tenía esa sensación cuando entraba en la casa de Dios:
observado por el Creador, sabía que reprochaba sus actos y le señalaba con su
dedo acusador. Pero algo en su interior se resistía a quebrarse y le empujaba a
seguir con su labor.
Se
apoyó en una de las columnas que separaban la nave central de la lateral, por
la derecha. Disfrutó del coqueteo continúo de mujeres y hombres que, con su
juego de miradas, decían más que con palabras. Pero sus ojos terminaron posados
en el hombre de uniforme, de porte aristocrática. No necesitaba ver la
fotografía coloreada para saber que él era el destino de las flores. Se acercó
lentamente, ni pausado ni rápido, tratando de evitar llamar la atención. Se
sentó tras el militar, susurrando la letanía que su madre le enseñó de niño.
Esperó hasta que la ceremonia terminó y los asistentes comenzaron a levantarse
para buscar al hombre, de riguroso luto, que esperaba junto al féretro abierto.
Se levantó y dejó, descuidadamente, bajo su propio bombín, la caja que portaba
junto al militar que acaba de levantarse para dejar paso a una dama. Lo
conocía, sabía que sería el último en acercarse a mostrar sus respetos a la
familia. Y también conocía su curiosidad.
Pasó
junto a él, ya sin la caja, y se acercó hasta el hombre y le estrechó la mano.
Echó un vistazo al féretro y descubrió el rostro blanquecino de una joven y
hermosa mujer. “La muerte debería ser benévola con las mujeres hermosas”, pensó
mientras rememoraba la suerte que había corrido la mujer a la que amaba, muerta
prematuramente traspasando el compromiso de su matrimonio a Mary, más vieja,
más fea, más antipática.
Recorrió
el camino de vuelta. El militar ya se había levantado. Recogió su bombín y
abandonó la St. Paul. Se sentó en las escalinatas de la iglesia hasta que vio
salir al militar con la caja bajo el brazo. Sonreía animosamente a una joven
hindú, que vestía sus exóticas ropas con elegancia. Aun no había abierto la
caja. Roman río antes de perderse en la niebla.
No
había podido dejar la caja en la iglesia y estaba deseoso por llegar a la casa
y ver que había en su interior. Le gustaban aquellos juegos con los que hombres
aburridos en la paz repartían presentes por la ciudad. ¿Qué sería esta vez?
¿una figura traída de la India?¿un fruto seco traído de América? ¿alguna piedra
africana?... Abrió la caja, ojeó el crisantemo, y se tez se torno blanca como
la niebla que continuaba arrastrándose por Londres.
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