La vida no siempre es como
esperamos que sea. O, al menos, eso pensaba él. Tímido y retraído, había
aprendido a superar sus miedos al ridículo a base de bien, y ya nada quedaba
del chico regordete que corría a esconderse en los recreos del colegio. Del
niño que, agazapado en el aula, había ido aprendiendo a ser sombra de sí mismo.
Durante años, a sí mismo, se repetía: soy humo. Hasta convencerse que no era
más que eso, un gas oscuro que cubría su realidad. Y cuando llegó a comprender
cuanta verdad se escondía en su mantra nocturno, cambió. Dejó de ser el
vergonzoso niño que fue para convertirse en otra cosa. Dejaba que las bromas
salieran de su boca, que la sonrisa se mantuviera perenne en su rostro. Un
rostro que hacía mucho que había dejado de ser el suyo. Y aquella mañana, frente al espejo, volvió a
darse cuenta.
-Ahora si eres humo- se dijo a si
mismo antes de salir del baño camino del trabajo.
Y tenía un trabajo que odiaba,
rodeado de personas anodinas y tristes que, como en el colegio, también habían
encontrado en su peso una buena forma de divertirse. Pero ya no le importaba. Él
era humo y el humo no se puede dañar con cuchillos. Sentando en su escritorio,
separado de otros escritorios por biombos de plástico gris, observaba las pocas
fotos que había colgado en una suerte de pared de recuerdos. Una postal que le
había enviado uno de sus pocos amigos desde la Rivera Maya, donde fue de luna
de miel. Una foto ajada en la que se intuían una quincena de niños mostrando
copas y medallas, y en la que él aparecía sonriente con un trofeo de fútbol.
Sonrió pensando en aquel día. Con aquellos niños nunca sintió la necesidad de
esconderse. Siempre fue uno más, hasta que poco a poco fueron quedándose en el
camino. A su lado había otra foto, más reciente, donde algunos de aquellos
niños aparecían trajeados en una boda. “El tiempo pasa para todos” pensó
mientras la pantalla del ordenador parpadeaba hasta encenderse “Menos en mí. Yo
soy humo, el humo nunca permanece en el mismo sitio, no envejece, no cambia,
simplemente, no es”. Su madre le sonrió desde el escritorio, con esa sonrisa
clara y sencilla que le recordaba cuanto la odiaba. Siempre pensó que ella la
causante de sus males, la que le empujó a estudiar una carrera que no quería,
que aborrecía y que ahora le obligaba a pasar ocho horas al día sentado en un
ordenador haciendo proyectos urbanísticos que, casi, nunca veían la luz.
Aguantando a un jefe insoportable, que se creía el rey del mundo por haber
montado una constructora y conducir un mercedes descapotable. Odiaba cuando se
le acercaba y le decía “Bien Cristobita, buen trabajo” o “¿Qué tiene preparado
hoy nuestro genio de la lámpara?”
Ni era un genio, ni vivía en una
lámpara. Aunque por el tamaño de su apartamento casi lo pareciese. No era más
que el resto de sus vecinos de escritorios; solo que ellos tenían una vida de
la que él carecía. Maira, la joven madre soltera que se sentaba a su derecha,
pasaba las horas hablando de las fiestas a las que iba los fines de semana en
las que su exnovio se quedaba con sus dos hijas gemelas y su padre se quedaba
con el chico. Ese del que decía casi con orgullo desconocer el padre. Miguel,
era un cuarentón, casado desde hacía 15 años con una harpía que lo manejaba a
su antojo como si fuera una marioneta. Odiaba su cara de enamoradizo, sus “cariño,
ya salgo” mientras se apagaban los ordenadores y, sobre todo, odiaba que
lanzase besos por el teléfono.
Solo hablaba con una persona, no
es que fuera su amigo, pero al menos no le parecía tan repugnante y, sobre
todo, le encantaban los animales. Ese era su sueño, haber sido veterinario en
un zoológico, o en un circo. Quizá porque de niño se pasó las horas escondidas
en el viejo trastero de su abuelo leyendo historias de Durrell, o, quizá,
porque en el campo, buscando escarabajos y serpientes, era él y no una sombra. Pero
sobre todo, pensaba, ya que él también era un bicho raro; y los monstruos
siempre habían terminado en los circos. Por eso hablaba con Agustín, que se
había criado en otro tiempo en una vieja casa de campo en un pequeño pueblo
asturiano hoy abandonado. Pero aquel día no estaba en su puesto y cuando, media
hora después, un empleado con un mono
azul y el logo de la empresa, se acercó y comenzó a recoger las cosas de
Agustín, Cristóbal entendió que no volvería a verlo. No sabía dónde vivía, ni
tan siquiera tenía su teléfono. Habían trabajado juntos durante ocho años y, en
el fondo, no sabía nada de él. Levantó la cabeza, pero no preguntó nada al
operador, dejó vagar la mirada hasta la enorme cristalera que mostraba el mar
al final de la sala en la que trabajaban medio centenar de ingenieros. Recogió
la postal y las dos fotos, dejó el ordenador encendido, se levantó y se fue.
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