Me hacen gracia
esas personas que muestran una cara y luego tienen otra. Y me hacen gracia por
que creen que nadie ve sus rostros, y no digo el verdadero o el falso; porque
los dos -o los que tengan- son
reales. El que te sonríe y se une a ti en gracias y bromas. La otra, la que te
retira la palabra o la usa en tu contra. No son más que dos caras de una misma
moneda: indivisible y visible a todos los que desean verla.
Por eso me hacen gracia esas personas, porque en su infantilismo maquiavélico
creen ser más inteligentes que quienes les rodean. Creen que nadie ve como
tratan de mover unos hilos que, en sus manos, se convierten en sogas de cáñamo.
Que nadie descubre sus chirriantes movimientos. Pero lo cierto es que esas
personas suelen pecar de falta de inteligencia y ser más próximos a niños pequeños
que a adultos. Y eso, cuando uno tiene ya cierta edad, comienza a ser motivo de
lamentación.
Y es que, si por
un lado me hacen gracia sus tejemanejes, otras muchas me dan pena las personas
que se ven involucradas en sus juegos de conspiraciones. Porque, al final,
siempre hay alguien que sale dañado. Que sufre más de la cuenta sin necesidad.
Que siente y padece las tonterías de niños aburridos sin problemas.
Yo ya lo viví hace años, cuando aún era un joven inocente que creía que todo el
mundo sentía la amistad como yo la había vivido: amistades limpias sin envidias
(no puede existir amistad si no te alegras de los logros de tus amigos), sin
celos, sin secretismos ni palabras a la espalda, sin importar si tu amigo es
amigo o amiga; dando el 100% con cada uno de ellos; sin esperar pero sabiendo
que estarán ahí cuando haga falta. Así, al menos, aprendí que debía ser la
amistad. Y así guardo no pocos amigos que se definen en dos simples nombres:
Marabunta (para aquellos que siempre han estado ahí); Cadifornia (para esos
otros que parece que siempre han estado). Entonces aprendí que había otro tipo
de amistad, la que se sustenta en el aporte que se puede conseguir. La que
mientras de rédito se mantiene y luego se desecha. La falsa, conspirativa y
paranoica; la que se carga de celos y envidias. La que tiene dos caras y por la
que no merece perder el tiempo. Y aquellos malos momentos me hicieron lo
suficientemente sabio para elegir mi camino, mis amistades y, sobre todo, para
saber quién podría permanecer siempre a mi lado, y quien cambiaría de acera al
cruzarse conmigo por la calle.
Y, en el fondo, es divertido ver que alguien viene a decirte “amigo” cuando, en
el fondo, trata de clavarte un puñal imaginario en la trasera.
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