Hay dos tipos de historiadores. Los que se enfrentan entre
ellos para conseguir vete a saber que prestigio -¿acaso algún historiador lo
tiene?- y los que prefieren apoyarse entre ellos para hacer Historia. Tengo la
suerte de estar entre los segundos; quizá por que mí área (la medieval) y me
grupo de investigación es lo suficientemente atípico como para que los
investigadores nos llevemos bien. Hasta el punto que, cada cierto tiempo, un
compañero, hermano de letras y plumas (que los medievalistas no usamos bolígrafo
sino pluma de ganso con tinta de orchilla), se acuerda de ti y te cede algún
documento localizado en archivo. Otras veces eres tú el que rebuscas entre
legajos y miles de páginas de documentación para darle algo que a él puede
interesarle.
Y algo así pasó hace poquito, cuando Enrique Ruiz, gran medievalista, gaditano con sus miras en la vecina Jerez, me mandó un mail con el testamento del padre del muy amado Pedro Cabrón. Bien pudo haberlo publicado él, pero antes siquiera de pensarlo decidió enviármelo. Gesto que le honra y engrandece, por más que yo ya conociese su existencia por una publicación previa que lo transcribía. Porque demostraba una vez más algo que yo ya sabía: la camaradería que existe entre ese grupo de extraños ermitaños, viejos y jóvenes, que han convertido el estudio de la época más denostada de nuestra Historia en su vida y obra.
Así que hoy, me permiten que le de las gracias a Enrique; pero también a unos “maestros” que nos mostraron que el camino de la Historia no se recorre a codazos, sino hombro a hombro. Esforzados soldados en un mundo desconocido que avanzan a tientas para dar algo de luz al Cádiz Medieval.
Y algo así pasó hace poquito, cuando Enrique Ruiz, gran medievalista, gaditano con sus miras en la vecina Jerez, me mandó un mail con el testamento del padre del muy amado Pedro Cabrón. Bien pudo haberlo publicado él, pero antes siquiera de pensarlo decidió enviármelo. Gesto que le honra y engrandece, por más que yo ya conociese su existencia por una publicación previa que lo transcribía. Porque demostraba una vez más algo que yo ya sabía: la camaradería que existe entre ese grupo de extraños ermitaños, viejos y jóvenes, que han convertido el estudio de la época más denostada de nuestra Historia en su vida y obra.
Así que hoy, me permiten que le de las gracias a Enrique; pero también a unos “maestros” que nos mostraron que el camino de la Historia no se recorre a codazos, sino hombro a hombro. Esforzados soldados en un mundo desconocido que avanzan a tientas para dar algo de luz al Cádiz Medieval.
Comentarios
Y desde luego entre los investigadores no hay ni un solo problema.