La vida puede ser muy puta, ni
cara ni barata, simplemente puta. Poniéndote zancadillas en tu paseo diario, escondiéndose
tras las puertas para apuñalarte por la espalda. Quitándote lo mucho o poco que
tengas para dejarte con mucho menos de lo que jamás pensaste que podrías no
tener. Desnudo ante una vida que se planta frente ti, armada y presta a
combatir. La vida, puta y mercenaria, no es más que eso: un soldado dispuesto a
arremeter contra su enemigo hasta conducirlo a la muerte.
Y solo existen dos opciones para
enfrentarse a ella: dejarse llevar por el dolor y la pena y acrecentar el hueco
dejado en lo que un día fue tu corazón, hastiado ya de desesperanzas y sueños
rotos. O enfrentarte a ella con la sonrisa del que se sabe vencedor; del que
busca nuevos sueños cuando los anteriores se tornaron en fracaso; del que
convierte la utopía en la sonrisa, la pesadilla en la alegría; el miedo en
fuerza.
Puedes llorar hasta la
extenuación, o puedes alzar la cabeza y reír hasta llorar. Yo, quizá, sea más
de lo segundo que de lo primero. Prefiero levantarme en las mañanas sabiendo
que la sonrisa no huira de mi boca, buscando en los rostros ajenos un resquicio
en el que poder abrir una grieta de risa. Ahora más que nunca. Ahora que la
crisis nos acucia. Ahora que nos sentimos desahuciados en nuestra vida. Ahora
que, 12 años después, el fin del milenio llega con toda su fuerza destructora.
Se acaba un ciclo, un ciclo en el que hemos vivido creyéndonos ricos y libres,
creyendo vivir en paz porque la guerra no llamaba a nuestra puerta ni convivía
en casa del vecino. Un fin de ciclo que se carga de tristeza y desazón. Un fin
de ciclo que nos obliga a levantar el rostro, pintar de esperanza nuestros
ojos, y salir a la calle con una sonrisa que diga: no soy rico, no soy libre,
no estoy en paz: pero no os daré la satisfacción de verme vencido. Moriré, pero
moriré como siempre viví: feliz siendo yo.
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