La jueza había dejado el pequeño
despacho que tan bien conocía Márquez y ahora le recibía en una moderna
instalación, con amplios ventanales que daban al parque. Había cambiado el
viejo sofá por uno nuevo, blanco y funcional. Y mucho más incomodo. El viejo
comisario se movía incesantemente, buscando la mejor postura sin encontrarla.
En su mano tenía la carpeta con la información lograda por sus alumnos, pero
Benítez le había pedido que esperasen a Navarro para comenzar la reunión. No
podía dejar de mirarla, el tiempo había pasado para ambos, y la juez ya no era
la joven impetuosa que conociese años atrás. Se había asentado y ahora tenía
una de esas bellezas serenas que tan raramente se encontraban. Estaba tecleando
en el ordenador, como ausente, hasta que un leve toque en la puerta advirtió de
la llegada de Navarro. El inspector entró en la sala y saludó a su viejo
compañero antes de sentarse en una moderna silla de cuero.
-¿Qué es eso que has
descubierto?- dijo sin pausa.
-Han sido mis alumnos. Algo que,
en su momento, pasamos por alto –dijo Márquez, cohibido ante la presencia del
que fue su subordinado años atrás y que tanto prestigio había alcanzado tras
resolver varios casos-. La relación entre la Elena y el entierro de Pietro, el
mafioso.
-¿Qué relación pueden tener?-
preguntó la juez.
-Durante la investigación, no
pusimos en duda la relación de Pietro con la iglesia y la ciudad pero ¿por qué
se permitió su entierro en esa iglesia concreta? Dentro de la tradición de la
diócesis allí sólo podían recibir sepelio los deanes de la catedral, pues la
parroquia está adscrita a la catedral y no a la diócesis –sus interlocutores lo
miraron sin comprender-. Yo también me pierdo con los líos eclesiales, pero la
cuestión es que solo hay enterrados curas y un mafioso italiano. Pero, y esto
es más interesante aún, el Servicio Secreto vaticano vincula el asesinato del
mafioso a un secuaz del Cardenal Helmuth, que aquellos días, como recordaréis,
estaba en Cádiz. Y, según esos mismos informes secretos…
-¿De dónde los has sacado?- le
interrumpió la jueza.
-Han aparecido en una web
alemana, vinculada a wikileaks, ya sabe: secretos de estado al descubierto por
piratas informáticos.
-Según esos mismo informes –era Navarro
el que continuaba con total seriedad- el cuerpo de Elena y el de Piero
comparten sepulcro ¿me equivoco?
-No, así es –respondió Márquez-.
Es por eso que quería tener esta reunión. Benítez –siempre la llamó por su
apellido- usted puede dar la orden de apertura de la tumba.
-¿Y si no está? No es tan fácil,
no nos vale con una nota en una web extranjera. Tenemos que tener algo más.
Mucho más importante.
-Realmente lo tenemos –dijo Navarro
sacando un DVD y acercándose a la televisión- ¿puedo? Preguntó mientras
encendía el aparato –Esto se emitió hace tres noches en un canal autonómico,
pero está repitiéndose en internet a una velocidad increíble y ya supera los
dos millones de visitas. Ayer recibimos una llamada de Jaime, el padre de la
niña, pidiendo que investigáramos que se esconde tras la entrevista. Y ahora
esto. Aunque solo sea por la alarma social deberíamos abrir el caso.
La pantalla parpadeó antes de
encenderse y mostrar un programa de testimonio. En el plató, tras un biombo y
con la voz distorsionada se escondía un supuesto enterrador. Comenzó a hablar
con voz temblorosa, guardaba un terrible secreto: había enterrado el cuerpo de
una niña desparecida muchos años atrás, y lo había hecho en una pequeña
iglesia, coincidiendo con el entierro de un mafioso. Estaba enfermo, y no era
capaz de soportar la culpa que pesaba sobre sus hombros. Llorando pidió perdón
a la familia de la niña que, quizá, aun guardase esperanza de encontrarla con
vida.
La juez Benítez llamó afirmó con
la cabeza y sin mediar palabra, comenzó a preparar la orden. El caso estaba
reabierto y ahora sería Navarro quién estuviera al frente, pero Márquez y su
equipo de estudiantes de criminología recibirían el trato de asesores.
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