Navarro volvió a la comisaria
caminando. No había más de 15 minutos desde el hospital hasta allí y necesitaba
pensar. Necesitaba estar solo. La grabación era muy clara: alguien había
entrado y había golpeado por la espalda al taxista. Y tenía que haber sido
alguien de dentro. Se suponía que Juan Ramón, el novato, debía estar en la
puerta vigilando que nadie entrase. Navarro no creía en fantasmas así que solo
cabían dos explicaciones: o Juan Ramón se había ausentado y alguien aprovechó el
momento para entrar; o alguien había dado orden al joven de dejarle pasar y
mantenerlo en silencio. En ambos casos, el policía había metido la pata. Había
algo más. Algo que había dicho el viejo “Toro Sentado” que no dejaba de rondarle
por la cabeza pero ¿qué?
Caminó bajo los porches de San
José, mirando los escaparates sin fijarse en ellos. Cada vez que veía un taxi
reflejado en los cristales volvía la cabeza, como esperando que alguno de
aquellos coches blancos se detuviera y le diera la respuesta. Sabía que algo iba
mal, que algo se le escapaba. Echevarría se había empecinado en que Elena tenía
algo que ver pero algo le decía que no era más que una mera coincidencia, que
la chica era una victima casual y que los casos no tenían relación entre ellos.
-¿O tal vez sí?- dijo en voz alta
mirando fijamente un escaparate –Esto demasiado cansado.
Se dio la vuelta, ignorando la
mirada intranquila de una vieja que negó al verlo hablar solo. Estaba demasiado cansado para seguir con el
trabajo. Agotado y aburrido de su existencia y, además, en casa, no terminaba
de desconectar pues desde que se fueron los niños todo eran problemas. Aun así
se dirigió a la parada del autobús y se montó en la línea 1 en dirección al
Centro. Se sentó de espaldas a la marcha, observando los rostros de quienes
estaban dentro: un grupo de quinceañeras reían entre susurros mientras miraban
a un joven universitario apoyado en la ventana mirando ensimismado vete a saber
qué. Dos ancianas se contaban sus vidas como si se conocieran desde el mismo
día en que nacieron y no desde los 5 minutos que hacía que se habían subido en
el autobús. Un hombre taciturno se movía incomodo en su asiento, intentando
apartarse del gordo sudoroso que se había sentado a su lado. Otro más leía y un
par de mujeres miraban por la ventana.
“Tienen suerte” –pensó- “No
tienen que preocuparse de desapariciones ni secuestros. Cuando llegan a casa no
les espera más trabajo. En esta maldita profesión no hay forma de desconectar.
Debería pedir unas vacaciones e irnos por ahí; quizá así logre solucionar los
problemas en casa. Pero no puedo, claro, cómo me voy a ir con este caso entre
manos”
Se levantó para bajar del autobús y caminó hasta casa “Puede ser cualquiera” la frase le venía una y otra vez a la mente “cualquiera”. La luz del sol reflejada en una cristalera le cegó por instante. Levantó la vista y envidió a quien fuera que hubiera vivido en aquel viejo palacio.
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