La sombra se extendió en la
acera, bajo los altos muros de vieja piedra de la iglesia, recortando el
relieve de sus torres en el suelo. Las niñas correteaban camino de casa
buscando una sombra que le alejase del calor sofocante de aquel día de agosto. Como
cada día, volvían de la piscina hasta casa, jugando, mientras su madre las observaba
desde la quinta planta de un edificio moderno con grandes terrazas. Jugaban “al tú la llevas”. Salía una corriendo, se
pegaba al portal de la primera casa que encontraba, escondiéndose de forma
visible, y dejando que las risas llenasen la mañana. Sus pies, aún mojados,
dejaban efímeras huellas en el acerado.
-1,2,3,4…. ¡voy! –gritó Marta, la
pequeña de las dos hermanas -¿Dónde te has metido?
Corrió por la calle, preparándose
para descubrir a su hermana en el primer portal, junto al callejón que daba
acceso a la sacristía de la iglesia. Pero allí no estaba. Miró al interior del
callejón, pero aquel lugar siempre había estado prohibido para los niños y,
además, a ellas les daba miedo. Se retorcía entre las casas y la Iglesia y
terminaba en un bajo murete, tras el que una higuera dejaba ver sus hojas. Pero
ellas nunca habían entrado allí. Se
detuvo ante el portal de la casa, y volvió atrás, recorriendo con sus lentos pasos
el camino andado. Miró hacia la terraza, en la que sabía que su madre las
observaba, esperando que le ayudase a encontrar a su hermana, como tantas otras
veces había hecho. Pero vio sorprendida que ella, su madre, no estaba allí. Se
dio la vuelta y corrió camino de casa, parando en cada portal. Mirando a las
personas que a esa hora recorrían la calle, esperando que, al igual que tantas
veces, alguien le diese una pista sobre Elena. Pero nadie parecía querer
ayudarla.
-¿Has visto a mi hermana?- le
pregunto a la vieja que, como cada día, estaba sentada leyendo una revista del
corazón en el único bar de la calle.
-No hija, estaba jugando contigo-
fue su única respuesta.
Volvió a mirar hacia su casa.
No le gustaba subir sola en el ascensor. No llegaba a los botones y mamá
siempre le había dicho que se montase con Elena, que ya había cumplido los 12
años y era bastante alta para pulsar el botón del quinto. Se detuvo en seco al
ver que su madre no estaba allí. Corrió, aterrorizada hasta el portal y sus
gritos llamaron la atención de los vecinos ¿dónde estaba Elena? ¿dónde su
madre?. Mireia, la joven vecina del cuarto que a veces se quedaba con ellas
para que sus padres salieran, la cogió de la mano:
-¿Qué pasa, cariño? ¿no puedes
abrir? Yo te acompaño.
-Elena –sollozó Marta –Elena no
está.
-¿Cómo que no está?
-Estábamos jugando y no la
encuentro.
-Vamos a ver si está en casa –estaba
llamando al telefonillo cuando el portal se abrió y apareció Elena,
la madre de las niñas, con rostro preocupado.
-¿Por qué no subís de una vez? –preguntó
enfadada- Os estamos esperando para comer.
-Elena está escondida y no la
encuentro –el rostro de la madre mostró su sorpresa- Estábamos junto al callejón
de la iglesia.
Señaló el lugar con su pequeña
mano, y su madre echó a correr hacia allí. Marta se quedó con Mireia, y con
ella estaba cuando un grito desgarrador rompió la quietud de la mañana.
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