Estábamos en la capilla de Roche
y estábamos todos ya que, por aquella época, los sábados por la tarde quedábamos
directamente en misa para irnos luego a comer pipas y charlar durante horas. Y
aquel día estábamos sentados en uno de los bancos circulares junto al altar,
justo en la esquina que daba a casa de Hispana. Nos solíamos sentar en aquellos
bancos porque así nos veíamos las caras y teníamos una pequeña mesa central
donde dejar las cosas mientras duraba la misa. Y sí, es cierto, más pareciera
que estuviéramos en un bar que en una capilla, pero lo cierto es que en aquel
recinto se decía misa, se colocaba el cine de verano, cursos de yoga, torneos
de ajedrez y cualquier otra cosa que cuadrase. Es más, durante años, y
compartiendo horario con las misas, nosotros mismos usábamos el centro para
jugar al rol.
Pero aquel día estábamos en misa, y yo comenzaba a ponerme
nervioso porque Jaime, sentado justo enfrente de mí no dejaba de mirarme. Y
ahora, adulto ya, mi egocentrismo es tal que cuando alguien me mira, sonrió e
inclino la cabeza como diciendo “sí, lo sé, soy muy grande”, pero entonces aún
me incomodaba ser observado por muy amigo que fuera mi amigo. Así que comencé a
mirarlo yo a él, esperando que la lucha de miradas conllevase una retirada de
sus ojos sobre mí. Pero cual no fue mi sorpresa cuando, mediada la comunión, me
preguntó muy serio:
-Tío ¿desde cuándo llevas
riñonera?
Creo que debo darle gracias a la
sorpresa, porque en caso de haber comprendido inicialmente de que se trataba mi
risa hubiera cortado la misa –con la consiguiente bronca materna- pero solo fui
capaz de balbucear un “¿Qué riñonera?” que nos dejó a los dos igual de
sorprendidos. Al menos hasta el final de la celebración, cuando Jaime comenzó a
reírse antes de soltar un:
-Joder, no me había dado cuenta
hasta hoy que estabas tan gordo.
Y es que, los amigos de verdad,
nunca ven los defectos.
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