Estamos en un mundo extraño. Un
mundo donde la crisis económica ha oscurecido el alma de las personas, las hace
tristes, las deprime. Un mundo en el que las sonrisas empiezan a escasear y las
risas se convierten en extraños sonidos casi olvidados. La crisis, esa que nos
afecta a todos, está sumiendo en el gris la existencia: desaparecen las
esperanzas, se entierran los sueños, se difuminan las ilusiones en el difuso
horizonte del desconcierto. Son tiempos duros, dicen, como sí alguna vez no lo
hubiera sido para el pueblo. Los poderosos señores que antes cabalgaban al frente
de sus huestes, hoy lo hacen enchaquetados frente a sus directivos. Ha cambiado
la guerra pero los generales son los mismos; y la chusma que bogaba en las
galeras de la desesperación, ahora se encuentra anclada a las cadenas del paro.
Arrastrados como esclavos en busca de una libertad que no llegará.
Nos creíamos libres y ricos;
poseíamos casas, coches, televisores, ordenadores y teléfonos que nuestros
padres siquiera soñaron. Dimos de lado la formación y aceptamos trabajos que
surgían de la nada. Y nada nos queda. Creímos ser algo que no éramos. Vivíamos
en la burbuja de la ignorancia creyendo que la libertad conllevaba poseer lo que
deseábamos, y ese deseo nos esclavizaba cada vez más. Ahora, se aprietan las
cadenas y las salidas se cierran. Ya no hay puertas entreabiertas ni ventanas
que puedan ser destrozadas para huir. Nos creímos libres, dimos el poder a unos
pocos, los pocos de siempre que cambiaban de disfraz para ocultar su rostro
real, y ahora no podemos recuperarlo.
Ya es tarde. Ya no hay opción.
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