Ayer pasé por la plaza de San
Juan de Dios, esa terminada a lo justo para la celebración del Bicentenario y
que muestra los errores de una previsión mal hecha y que se convierte en
reflejo vivo de la propia ciudad. Una ciudad que lava su cara y retira el viejo
mármol pulido para sustituirlo por granito. Que olvida su grandeza antigua para
convertirse en la ciudad que sonríe. La que muestra el rostro amable y limpio
mientras su alma, como la plaza, se llena de socavones: uno por cada padre
parado, uno por cada joven que se va en busca de un futuro, uno por cada
universitario que emigra, uno por cada desahucio, uno por cada uno de los que
pierden la esperanza.
La ciudad sonríe, se ríe, cargada
de prozac-Carnaval; o Semana Santa o Carranza; se aferra a la poca alegría que
le queda para detener el avance de unas lágrimas que amenazan con desparramarse
como las olas en la playa. Una ciudad que ve como sus políticos luchan por
Cumbres Iberoamericanas que les permitan bonitas e importantes fotos, mientras
el corredor de transportes europeo deja la ciudad a un lado. Cádiz, la vieja y
comercial heredera de Gades, se queda en la vieja heredera de una imponente
mujer. Sombra de lo que fue, su riqueza se escapa por los socavones de San Juan
de Dios.
Maldita plaza que se convierte en
reflejo de lo que somos: de la dejadez, del pasotismo, de la chapuza. Que esconde
sus males con una imagen que cubre sus desperfectos. Pronto, me temo, muy
pronto, tendrá que levantarse. Esperemos que entonces, la ciudad de los
tanatorios, de los parados de larga duración, de los universitarios emigrantes,
siga siendo reflejo de la plaza y se levante para recuperar su verdadero lugar.
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