Ella estaba allí, con todos nosotros, comiendo, como una más. Hasta que tuve una genial idea: -El arroz con leche está de muerte- dije, con toda la buena voluntad del mundo sabiendo que disfrutaría del sabor de aquel postre – En camarero del gorrito rojo lo está sirviendo. Y allí fue ella, presta a tomar un rico plato de arroz pero, ¡oh, maldición! la mesa estaba vacía a su vuelta. Una rápida mirada al entorno y, ¡bingo!, allí estábamos nosotros. Un poco más allá, junto a la puerta al segundo salón. -Me habéis dejado sola. Avisad la próxima vez, que estás cosas no se hacen. En ese momento, la espalda a la que hablaba se volvió, para mirarla de arriba abajo deteniéndose en el arroz con leche y disponiendo la mano para el pertinente saludo. -¡oh!, es usted, perdone usted, no le había reconocido a usted –dijo ella, roja ya cual bandera rusa mientras apretaba la mano del príncipe y yo comenzaba a reír por lo bajo (cuestión de alturas) ante la situación y, sobre todo, ante lo que estar