Silencioso. Tímido. Meciéndose al viento como un estandarte perenne de la amistad. Creando profundos surcos en las vidas de quienes le rodean, como el caminante deja huellas en la orilla del mar. Ese mar que mira con ojos claros, limpios y transparentes como sólo pueden tenerlos quienes no ocultan nada, aquellos en cuyo corazón no anida el mal, sino el bien. Y él es así. Parte del Bien en este mundo que parece condenado a dividirse y enfrentarse.


Pero, sobre todo, es un compañero presente siempre. Y tal vez eso sea lo más importante de él. En lo bueno está con su sonrisa y su risa, en lo malo con su presencia. No necesita de palabras, es hombre solitario, y tampoco las da en exceso, sólo las necesarias y ni estas. Como si observase las olas romper en la orilla de su playa, acepta los errores y los arropa con su silencio, acompañando y respetando.
Y demasiadas palabras escribo ya para alguien que no las quiere. Y más aún porque, en mi caso, solo se necesitan dos para definirlo completamente: Amigo, hermano.
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