Sentando en aquella roca, escondido de miradas indiscretas, miro atrás. Al verano que ya empieza a quedar en el olvido. Pienso en lo bien que lo he pasado con mis amigos. Y el mal trago de tener que jugar al fútbol. Nunca me ha hecho mucha gracia ponerme delante de otros a hacer deporte. Soy un patoso con los pies y, para colmo, si me quito las gafas no veo, pero me da miedo jugar con ellas. Ya me las partieron de un pelotazo en el colegio, no quiero que vuelva a pasar. Sé el trabajo que le cuesta a mi madre poder comprarme otros cristales. Al final he jugado poco, no hemos llegado muy lejos en la liga, y pese a las broncas, me alegro. Eso nos ha dejado más tiempo para jugar al rol. Me temo que este será el último año que juguemos.
No noté el cambio en el cielo hasta ese mismo instante. Una luz verdosa se formaba en la línea del horizonte, justo donde debiera ser rojiza. Entorné los ojos, intentando descifrar que era lo que pasaba. Se escuchan gritos en la playa. Buscó en la dirección del sonido, pero no veo nada. Únicamente los matorrales que cubren mi rincón. Me levanté para bajar corriendo hasta la arena. Entre las voces he descubierto los gritos de mis amigos. ¿Qué está pasando? Los veo al fondo, señalando hacía el mar y el cielo con su tono verdoso. No tengo tiempo de mirar lo que observan. Sólo corro por la orilla hacia los gritos. Hasta que me detengo a su lado no comprendo lo que ocurre. Allí, en el fondo, una gran masa de agua se eleva por los aires. Una enorme seta de agua salada, como esas nubes que se forman en las explosiones de las películas.
-Algo ha caído del cielo, Joan. No sé que coño era, pero algo ha caído del cielo.
Comentarios