Ayer tuvimos una de esas tardes. Tardes en las que volvemos a ser niños durante un par de horas, tirados en el césped de la piscina o lanzándonos en bomba al agua. O viendo como Juanma lanzaba a su sobrino por el aire para regocijo de él y miedo de las chicas, con el reloj biológico haciendo tic tac. Horas de risas, recordando viejas torres humanas realizadas en aquella misma piscina que, como nosotros, ya no es igual. Que se ha limpiado la cara con los años, que quita escaleras como algunos aumentan arrugas o quilos.
Pero en tardes como la de ayer no se puede hablar del peso. Porque ningún verano sería lo mismo sin los pasteles y bizcochos de casa de Irene. Cierto que ayer no estábamos todos y que el recuerdo de Dani venía una y otra vez. Allí, sentados en la mesa y volviendo lentamente a nuestra realidad. A la del hoy y el mañana. A la de treintañeros trabajadores de todo ámbito que buscan lentamente su lugar en la sociedad en la que viven. Que sueñan con un futuro similar al presente. Donde los amigos sigan estando a nuestro lado, como esta tarde en casa de Irene. Como tantas otras tardes en casa de Irene. Recordando tantos años de amistad pasada y sabiendo que, al menos nosotros, seguiremos juntos otros muchos años. Sin importar cuantas vueltas de la vida.
Al final, en las colas de renovación del DNI volveremos a vernos los mismos.
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