Sentando en el borde del acantilado, mirando el mar y la roca con forma de trono, me doy cuenta de la grandeza absurda de los sueños. En ellos todos somos más de lo que somos. Nadie sueña con ser peor o menos de lo que es. Y si lo hace se levanta hablando de la pesadilla de esa noche. La noche nos evade de la realidad en la que vivimos. Algunos prefieren vivir en ella, embargando su cordura con la ebriedad del alcohol. Alcohol que mata los sueños. Que convierte a los niños en hombres. En malos hombres. Hombres que, como los niños, acaban diciendo la verdad. Y la verdad es triste, porque nadie está contento en ella. La verdad nos saca de golpe de nuestros sueños. Los rompe en mil pedazos, como el corazón roto del enamorado que despierta a la indiferencia.
Indiferente me levanto para marcharme a casa. A mi realidad. Alejada de sueños y llena de futuro y presente. Esperando que los sueños no se tornen pesadillas. Pero sabiendo que no los necesito para evadirme. Sabiendo que no necesito evadirme.
Comentarios