Y yo no puedo más que fijarme en todos, y solo en una. Es la primera vez que la veo en mi autobus. Es una chica guapa, de unos quince años. Lleva el pelo moreno y rizado suelto, cayendo en cascada para enmarcar sus ojos verdes. Limpios. Viste un traje blanco de flores hasta los tobillos. Pienso que debe pasar calor. Se sienta junto a mí. En el último asiento del autobús. El viejo de mi lado la mira mientras yo observó el mar azul en el Campo del Sur. Se ha quitado el traje y lo ha guardado en una mochila de flores. Ahora tiene un top negro con una frase: “No deberías estar mirando ahí, cerdo”. Le miró a la cara, y su limpia mirada se ha cubierto con rimel negro y sombra de ojos azul. Se pinta los labios de un rojo intenso antes de recogerse el pelo en un moño sobre la cabeza.
Cuando se levanta para irse parece mayor. Los chicos de delante la miran con descaró, se rien y se dan en el brazo apartando su mirada de Carmen, que parece relajarse. Se contonea con descaro, mientras su minifalda tableada y corta, antes cubierta por el traje, muestra más de lo que insinua. Baja del autobús para echarse en los brazos de un chico, que le recibe con los labios abiertos. Y en ese momento mi mente comprende que ha visto la transformación perfecta. Y pienso en el padre de la chica, ajeno a que su hija se convierte en otra en los 20 minutos que dura el trayecto del dos. Seguro de que la guapa niña de ojos verdes va camino de casa de su amiga, sin saber que se ha transformado en otra y navega en brazos de su novio.
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