Me gusta ver a la gente. El viernes, en los callejones de la plaza, una sonrisa me vino a los labios al ver a un hombre mayor. Elegante como sólo ellos saben serlo. Vestía con una chaqueta blanca, un pantalón rojo. Corbata oscura, pañuelo en el bolsillo superior y un sombrero pullandbear cubriéndole la cabeza. Caminaba con altivez, sin chulería pero sabiéndose aún guapo, como seguro lo fue de joven. Me saluda educado. Tal vez porque ha visto mi sonrisa. Se le ve feliz. Casi liberado. Puede que haya dejado a su mujer en casa, pero algo me dice que ahora es viudo. Que amará hasta la muerte a la mujer que le conquistó el corazón, pero que ahora sus ojos se mueven libres otra vez.
Veo pasar a una chica, morena y hermosa como son las gaditanas. Mis ojos se van tras ella hasta cruzarse con los de él. Me sonríe, diciéndome sin palabras que el de joven no la hubiera dejado pasar, pero que ya no es el que era. Que se sabe viejo y fuera de juego pero que, pese a todo, sigue siendo quien fue. Y que es feliz con su sombrero, su pañuelo y su chaqueta blanca.
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