Y ayer, mientras volvía a casa caminando, como siempre por el Campo del Sur, para seguir por detrás de la Cárcel Real y Santa María, me fijé en ellos. Caminaban hacía mi. Supongo que como otros muchos, pero sólo ellos se hicieron visibles. Él llevaba una camiseta blanca con un dibujo ya borrado por el tiempo, una gorra raída, bañador azul y tenis blancos. Ella llevaba otra gorra, un viejo traje verde con pequeñas flores rojas y unas zapatillas azules. Él caminaba unos metros por delante y cada pocos pasos se paraba para observarla. Ella caminaba lentamente, apoyándose con su cansada mano en la pared del baluarte. Él empujaba un pequeño carrito cargado de sillas de plástico. Ella llevaba una sombrilla que parecía pesar demasiado para su cansado cuerpo y sus hinchadas piernas. Él se detuvo, dejó el carrito cargado de sillas de playa y se acercó hasta ella. No sé que le dijo. Acarició su canoso cabello antes de besarle tiernamente en la mejilla. Le quitó la sombrilla y se la colgó al hombro, mientras le tendía su brazo para que ella se agarrase a él y juntos seguir el camino hasta la casa.
No pude dejar de pensar en los años que llevarían realizando aquel mismo camino juntos y en cuantas veces podrían volver a recorrerlo. Pero, sobre todo, no pude dejar de pensar en aquellos que hablan de un amor perecedero. Porque allí, aquellos dos longevos bañistas, daban muestras del verdadero amor, del que supera la atracción física y el enamoramiento. El que permite que dos personas puedan pasar juntas toda su vida, y seguir amándose. Porque sus miradas lo decían todo. Ella necesitaba la ayuda de él. Él la necesitaba a ella.
Y sonreí, pensando que, tal vez, algún día yo también vuelva mis cansinos pasos para convertirme en bastón.
Comentarios
que te acercaras levitando
breve y frágil sobre las baldosas;
con una mano,
acariciases la parte de mi cabeza
que da la espalda al ordenador,
y me brindases un “te amo”
transparente.
entonces yo,
giraría con torpeza mi cuerpo ajado;
miraría tus ojeras
de gata jubilada,
de madre, de esposa;
tus arrugas…
pensaría en la vejez maliciosa
que nos ha capturado sin prisas
pero sin pausas;
pensaría, en cuanto he de venerar
tus imperfecciones, que te acercan a mí,
para hacerte más humana.
entonces,
besaría tu boca, tal vez, desdentada;
me separaría unos segundos,
para decirte:
estás más hermosa que nunca
vida mía.
y te volvería a besar.
Y Edu, me has dado un susto de muerte, pensé "coño que se me declara", pero luego he gozado con otro gran poema de los tuyos, gracias por colgarlo aquí