Y aquel día fui yo quién me tumbé al fondo. Fui el primero en entrar en nuestro cuartel general secreto. Y grité. Muerto de miedo. Pero también de dolor. Salí gateando tan rápido como mis piernas me dejaron. Los ojos fuera de orbita y una frase repetida una y mil veces:
-¡Un monstruo! ¡enorme! ¡con pinchos!
Isa entró en la cabaña. Y salió tan rápido como yo. Había escuchado al monstruo al fondo. Mis primos también metieron la cabeza y la sacaron. Ninguno nos atrevíamos entrar y no lo hacíamos. Aunque cada día nos acercábamos hasta nuestro cuartel general secreto e invadido y metíamos la cabeza para escuchar al monstruo. ¡Y allí seguía!
Al final optamos por la solución más drástica. Llamamos a mis hermanos para explicarles el problema que teníamos con el monstruo. Y, ellos, se rieron de nosotros. Así que decidimos cazar a nuestro enemigo y fuimos prestos y armados con palos y piedras a por el monstruo. Yo fui el primero en entrar, como un caballero andante a la caza de un dragón. Entre andando, después gateando y, finalmente, reptando hasta lo más hondo de nuestra cabaña. Con la linterna en una mano y el palo en la otra. Y, entonces, lo vi. Acurrucado en un rincón, se encogió al ver la luz, se hizo una bola que me impedía coger y sacar al maldito puercoespín.... Así que, al final, decidimos compartir la cabaña y el monstruo se convirtió en nuestra punzante mascota.
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