
Sólo tuve un abuelo, Nino. El otro, Pepe, murió cuando mi padre tenía poco más de 16 años. Pero mi abuelo Nino era un gran abuelo. De esos de película que se dedican a contarte cuentos cada noche. De esos que te dan la mano y juegan contigo tirado en el suelo. Con más paciencia que el santo Job. Con alegría, siempre sonriendo. Recuerdo a mi abuelo con una eterna sonrisa en sus labios, con su pantalón corto y sus calcetines blancos, recorriendo la parcela del chalet quitando mis juguetes y los de mis primos.
Lo recuerdo en Cádiz, cuando venía a recogerme en la parada de autobús para llevarme a su casa. Cuando paraba en una pequeña tienda de juguetes para comprarme coches en miniatura, o indios y vaqueros. Lo recuerdo sentado en el Bar Andalucía, junto a la ventana, con sus amigos mientras se tomaba algo. Lo recuerdo yendo de su mano a comprar churros en la Guapa cada mañana de sábado.
Lo recuerdo contándome sus historias. Convertido en mi héroe porque era el único amigo que tenía un abuelo que había luchado en guerras que ahora sé que sólo existían en su imaginación. El único que había salvado a la cabra de su unidad, mientras asaltaban una muralla en una ciudad que nunca existió. Que siempre existirá. Porque las historias, los cuentos que mi abuelo me contaban, seguirán siempre vivos en mí.
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