Pero, cuando estoy lejos y huelo a madera, barniz y serrín, la mente me retrae a muchos años atrás. A aquella calleja oscura y sus carpinteros. A la mano de mi abuelo, que me recogía de la parada de autobús en Canaleja y me llevaba a su casa en Doctor Dacarrete. A infancia, a calles llenas de niños jugando en plazoletas limpias y sin rejas. Al Parque Genovés, a la Alameda. Olores que nada tienen que ver con aquella calleja. Pasajes de una vida pasada y feliz, de una ciudad vista a través de los ojos de un niño y su abuelo.
Hoy la calle no huele a nada. Como la propia ciudad que ha perdido su olor y su encanto. Pero, a mí, aquel viejo recorrido sigue oliéndome como siempre, aunque ahora las puertas estén cerradas, como casi todas en Cádiz. Aunque hace mucho que mi abuelo no me dé la mano.
La calle Nicaragua, siempre será la entrada a un mundo ya perdido. El de la vieja Cádiz que se derrumba a cada paso.
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