Como otras muchas noches fuimos en turno. Algunos en coche, otros andando por la playa. Era un paseo corte. No llegaba a la media hora. Yo fui de los primeros en llegar, con Gaby y el surfero, creo. Cuando ya llevábamos un rato en el lugar, sonó un teléfono, no recuerdo de quién. Era las “niñas”.
-¡Tíos!, no veáis la pedazo de fiesta que hay en la playa. Un montón de gente. Venirse, venirse.
Hablamos entre nosotros, pensando en irnos para la fiesta, cuando volvió a sonar el teléfono.
-No es una fiesta, no es una fiesta…. ayudadnos.
Los llantos de nuestras amigas nos pusieron en marcha. Por la playa, en su búsqueda como un grupo de galantes caballeros intentando salvar a su amada de lo alto de una torre, o de la arena de la playa. Cuando llegamos al lugar de la fiesta, nuestros ojos no creyeron lo que vieron. Un grupo de hombres corría por la playa, en dirección a los acantilados para fundirse con la oscuridad de la noche. Nuestras amigas, tiradas en la arena, seguían llorando al otro lado del grupo. Cruzamos entre ellos, haciéndoles el mismo caso que ellos a nosotros: miradas de asombro y miedo. Y allí estaban ellas. Nuestro primer contacto con una realidad: la de las pateras que cruzan el mar en busca de un paraíso perdido, el nuestro.
Pero saben, será porque los que vivimos en el sur nos hemos habituado a un drama del que nadie debiera ser indiferente. O porque nuestro humor siempre fue macabro y negro. Pero lo cierto es que, cada vez que alguien habla de pateras cerca del grupo, alguno de los que vivió aquella noche grita ¡FIESTA! y todos reímos a carcajadas ante un drama que, como a nuestras niñas, debiera hacernos llorar
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