Hay días tranquilos y apacibles,
de esos que dan ganas de salir a la calle y, como los caracoles, tomar el sol.
Y aquel día era de esos. Los parques estaban llenos de familias felices que
veían jugar a sus hijos correteando por el césped o escondiéndose entre los
matorrales, donde jóvenes parejas se mostraban su amor, ocultos a los ojos
indiscretos de los paseantes. Un día de esos en los que apetece asesinar al
vecino por ser más feliz que tú. O eso, al menos, es lo que pensaba el joven Roman
mientras leía el periódico de la mañana en uno de los pocos bancos del parque
que, a esa hora, continuaban libres. Había leído con atención la plaquita
dorada que indicaba que el banco en cuestión había sido puesto allí en recuerdo
de John Von Hardison Smith, que amaba el parque casi como a sus hijos. Nunca
había entendido la razón que llevaba a aquellos educadísimos y tranquilísimos suizos
a poner el nombre de un familiar muerto en un banco de un parque cualquier de
Londres.
Miró sobre el inmenso diario
hasta dar con la persona que esperaba: rubia, baja y desgarbada, caminaba a
trompicones, como quien no sabe usar tacones, por el camino de albero que la
conducía hasta el banco de Von Hardinson. Roman se preguntó la razón de su nerviosismo
y echó mano al estómago, tratando de ahuyentar las náuseas que ya subían. “Es
ella la que debería sentirlas en la mañana, no yo”, pensó al ver su incipiente
barriga, a duras penas disimulada bajo el blusón azul añil que cubría su cuerpo
menudo. Releyó la nota que escondía tras el periódico, no había duda, era ella.
Se acercó cauteloso, tratando de no asustarla.
-Buenos días, señorita- dijo descubriéndose
–Creo que soy yo a quién busca.
Ella lo miro, observando al
hombre hasta hacerlo sentir incomodo: recorrió todo su cuerpo. Desde el cabello
enmarañado que cubría con el ajado sombrero de fieltro hasta la mancha de barro
que se descubría en la bota izquierda. Pasando por el traje de raya ejecutiva
mal planchado y los bajos descosidos del pantalón.
-No sois lo que esperaba- dijo al
fin- ¿cómo sé que no me mentís?
-Deseáis encargar un regalo de
boda.
-Unas bonitas flores- respondió a
la extraña afirmación.
-¿Crisantemos? –preguntó Roman.
-Crisantemos-respondió ella
entregando dos pequeños sobres.
El primero contenía una
fotografía, coloreada como únicamente los hombres más ricos de Londres podrían
permitirse. Iba de uniforme, rojo con botonería dorada, y portaba espada al
cinto. Bien plantado, de buen porte y aspecto señorial. Hubiera pensado que era
noble, sino fuera porque conocía de sobra a la persona que veía en la
fotografía. Abrió entonces el segundo sobre, más abultado, y contó con la
mirada las libras que contenía.
-Sea –dijo- compraré las flores
por usted. Pues una señorita en su estado no debe cargar con tales pesos.
Se dio la vuelta y abandonó el parque, pensando en la suerte que correría ese día su vecino.
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