La luz se colaba por alguna
rendija del techo. Al principio, buscaba en los huidizos rayos del sol un consuelo a su miedo, hasta que descubrió el
dolor que causaba la luz. Temblando de dolor, bañado en sudores fríos mientras
el agua helada corría desde su pelo hasta sus pies por su piel desnuda y llena
de llagas. Con el salitre se colaba en cada herida y lanzando gritos de dolor que morían antes de
nacer en una garganta destrozada por los llantos. Así descubrió que la luz solo
le dañaría. Intentó adivinar cómo su captor había logrado bañarlo en agua
helada y, más importante aún, como había descubierto que buscaba aquel pequeño
refugio luminoso. Comprendió que aquel que le mantenía retenido jugaba a su
antojo con el dolor causado, y que era él mismo quien abría aquellas pequeñas
rendijas de luminosidad. Desde entonces, no dormía, pues cuando la luz
impactaba en su cuerpo, aún dormido, el dolor volvía. Se mantenía agazapado en
un rincón de la estrecha sala que le daba cobijo. No sabía cuánto tiempo había
transcurrido. Al inicio de su cautiverio, seguro de que sería rescatado,
contaba los días siguiendo los platos de comida que su carcelero le dejaba
junto a la puerta. Pero hacía días que se sentía incapaz de caminar hasta allí.
Las fuerzas le abandonaban y sentía pavor cuando temía que alguno de aquellos
orificios del techo volviera a iluminar su camino.
Intentó levantarse, pero fue
incapaz, y cayó con un leve gemido de desesperación sobre sus propios orines.
También eso había cambiado, y desde hacía un tiempo era incapaz de controlar
sus esfínteres ni de acercarse al pequeño retrete que se escondía en una
hornacina de la pared. Lloró y rezó pidiendo su propia muerte. Habría intentado
cortarse las venas, pero no había encontrado nada para hacerlo. La
desesperación le había llevado a morderse hasta sangrar, tratando de arrancarse
algunas venas de la muñeca: y aquel infructuoso intento le había costado los
dientes. Se sentó, agachó la cabeza hasta apoyarla sobre las rodillas. Notaba
cada uno de los huesos de su cuerpo, de por sí menudo y, sin verse, sabía que
debía parecer un esqueleto cubierto de pellejo, como esas momias que se
mostraban en los museo. Agudizó el oído, tratando de oír lamentos en las celdas
vecinas. Sabía que no era el único allí encerrado. El primer día de su
secuestro vio masa de algo que, en otro tiempo, fue humano. Y había oído gritos
a diario durante un tiempo: al menos eran cuatro las almas torturadas en
aquella cárcel de cristales. Pero también esos sonidos se habían terminado
apagando. Y fue entonces cuando lo oyó. Un sonido conocido, familiar, que jamás
imaginó poder oír allí. No entendía las palabras, pero había crecido en una
casa amante del carnaval.
-¡Un tango! –susurró queriéndose convencer
de que sus palabas eran ciertas- Estoy en Cádiz, ¿puede ser? ¡Dios mío! ¡Dios
mío! Sácame de aquí. Quiero salir y ver el sol…. No, no, -los sollozos
interrumpieron su monologo irracional- el sol no, duele. La luz duele. Solo
quiero que pase este dolor.
La puerta se abrió y el sonido
llegó claro hasta él. Sonido de música y fiesta, de gente que disfrutaba, reía
y bebía. Personas que se habían olvidado de él. “De ellos” se dijo, y vivían
felices junto al infierno.
-Nadie se ha olvidado de ti, tu
novia es demasiado pesada y ¡lo puedes creer!, que casualidad. Justo ahí al
lado está el que se la follaba antes que tú.
Cerró la puerta dejando trás de sí el eco de una carcajada.
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